En las caras compungidas se ve la congoja y el desconsuelo de todo un pueblo. De Nahualá. Los repiques incesantes y continuos de la campana llaman a duelo. Los restos tendidos sobre el asfalto reconstruyen la vida truncada de 18 personas que murieron atropelladas por un camión blanco.
Es una tragedia. Una tragedia”, repite entre llantos Miguel casi sin poder respirar. A las orillas del kilómetro 159 de la Ruta Interamericana, el punto negro de esta tragedia, este hombre pequeño y robusto recuerda que pasadas las 9 de la noche del miércoles oyó gritos. Al llegar vio “decenas de cuerpos” tendidos en la carretera y se echó “a ayudar”.No pudo hacer mucho. Al menos 18 personas murieron, entre ellas una niña de 8 años, y otras 19 resultaron heridas. Pero puede que sean más. Los cuerpos de socorro decían en un primer momento que había una treintena de fallecidos. Luego eran menos. Y algunos vecinos admiten que las familias fueron llegando y llevándose a los suyos sin la autorización de las autoridades.
La investigación
Esta no es la única duda sobre este fatídico atropello cuyo autor es el conductor del camión, un joven de 25 años y de nombre Pedro René que fue detenido a unos kilómetros de la escena, cuando intentaba escapar, por un supuesto delito de homicidio culposo.
Las causas están bajo investigación, pero los testigos del lugar aseguran que el camión venía a gran velocidad y sin luces, por lo que terminó impactando contra un grupo de personas que observaba un accidente previo. El atropello, una hora antes, de Juan, un hombre de 55 años muy conocido en el lugar.
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Todo fue una fatalidad, recuerda Miguel mientras en la escena los equipos de fiscales y forenses siguen recabando pruebas. “No. No. No. No. No.”, repite una y otra vez una mujer pequeña envuelta en una manta de colores mientras levantan uno de los últimos cuerpos de la zona cero. Todos, los 18, son trasladados al Salón Municipal de Nahualá, donde se habilita una morgue móvil pequeña para empezar a repartirlos a las familias.
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En el interior, entre unas paredes amarillas y unos gritos desgarradores, un grupo de forenses confirma las identidades y la entrega de los restos. Poco a poco, desde la madrugada, los cadáveres, envueltos en mantas o dentro de féretros blancos, verdes o azules, salen de la morgue en medio de un silencio roto por el dolor camino a sus casas. Ahí serán velados y sepultados. En silencio.
Nadie habla. Este pequeño pueblo K’iche’ del departamento guatemalteco de Sololá se ha quedado mudo. Una señora de pelo azabache y tez morena camina detrás de un ataúd envuelta en una manta azul sin poder parar de llorar. Un vehículo, familiar y grande, se aleja sigiloso entre la noche.
Empieza a amanecer y las puertas del Salón Municipal se abren de par en par para que salgan los últimos cuerpos. Colocan uno de los ataúdes cobrizos en una camioneta. Decenas de personas se suben encima y una mujer, con una pañoleta azul, agarra y abraza la caja. Le pasa la mano de arriba hacia abajo y murmura algo en k’iche’.
Se enciende la luz de un nuevo día, pero la oscuridad aún esconde fantasmas y monstruos para estas familias.
Y en la mente de todos están los cadáveres tendidos sobre el asfalto que lloraba sangre. Cubiertos con mantas o lonas de plástico. Rodeados de los últimos vestigios de una treintena de vidas: zapatos, bolsas de embalaje de pruebas, guantes o un gorro de búho. Las huellas de la tragedia.
Así amaneció Nahulá un día después de la tragedia
Escuche el reporte de Oscar Canel ▼
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