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Las aldeas cercanas al Volcán de Fuego que miran la muerte de cerca

“Si esto se llena no tenemos como salir”. Delfino señala un barranco de unos 100 metros de profundidad por el que fluye un río pequeño de agua cristalina. Desde el abismo, piensa en las 10 mil personas que viven en áreas cercanas al volcán de Fuego de Guatemala condenadas a morir olvidadas.

A Delfino le gusta mirar el campo justo en ese momento en el que el sol pinta con sus rayos un verde refulgente en Morelia. Por un instante, Delfino sueña con otra vida, una donde no estén condenados a morir de desesperanza. Pero hoy no es el día.

Son poco más de las 10 de la mañana y el sol abrasa. La gente se reúne en el puesto de salud. Ha llegado un grupo de voluntarios que realiza jornadas médicas gratuitas. Casi no hay agua potable y las enfermedades se amontonan. Una mujer acude con sus dos hijas. Parece mayor de lo que en realidad es. El cansancio de su rostro, retraído sobre los pómulos, le suma al menos una década.

Por momentos el bullicio se apodera del pueblo: los niños corren mientras un grupo de hombres habla sobre la erupción del volcán de Fuego, que el pasado 3 de junio se cobró al menos la vida de 138 personas, mientras más de 280 continúan desaparecidas.

Delfino, que ha nacido y vivido toda su vida al lado del cono, toma la palabra. “La gente quedó con miedo. No fue fácil lo que se vio. La gente vive atemorizada”. En sus pequeños ojos grises se ve aún la angustia y el dolor. “Parecía que todo iba a caer acá, pero luego no”. Fue el destino el que salvó a Morelia del desastre. El mismo que llevó la tragedia a San Miguel Los Lotes, la aldea convertida en una película en blanco y negro.

Pero el peligro en Morelia, igual que en Panimaché I y II, El Porvenir, Cocales y Sangre de Cristo, es constante. En una camioneta bermellón que ruge como un toro bravo y enfurecido sube por caminos angostos, intransitables y llenos de baches para enseñar la amenaza.

Se detiene al lado de un puesto de control y vigilancia: “Edgar, ¿cómo le va? Quieren ver la barranca”. “Vamos”.
Caminando por varias fincas se llega al precipicio, desde el que se ve un río pequeño y cristalino, Taniluyá. “A un kilómetro y medio está el material depositado por el volcán. Allí”, señala Edgar Leonel Misa, el presidente del Consejo Comunitario de Desarrollo Urbano y Rural de Panimaché I.

La erupción del pasado 3 de junio lo dejó cerca, les arruinó las cosechas de café y les rompió la tubería del agua.
Ahora todo ese material, el lahar, bajará con la lluvia por esa quebrada y amenaza con dejarlos incomunicados.

La única vía para acceder a estas aldeas es un camino escabroso que pasa por encima del río Pantaleón, donde desemboca el Taniluyá. Pero no hay puente. Se pasa a trompicones entre las piedras y por encima del agua.

“Cuando llueve se viene llenando. Arrastra con todo. Viene a una velocidad increíble. Puro barquitos se lleva a los árboles”, asegura Edgar. Si eso pasa, “no tenemos como salir”. Son entre todas las comunidades unas 10 mil personas, quizá más. Nadie lo sabe.

Solo les queda la salida por encima del río y ya el mes pasado se quedaron incomunicados. Lo único que exigen al Gobierno son cuatro puentes.

“Lo único que pedimos es puentes. Cuatro puentes y un camino en buen estado”, dice. Desde la erupción -asegura- no les ha llegado ninguna ayuda, ni siquiera para cubrir “lo más urgente, lo más primordial”. El material empieza a bajar. Esa agua transparente se ha vuelto turbia. “Ven, ha empezado a bajar, rapidito”.

Las nubes empiezan a cubrir el cono del volcán pero hoy no va a llover. “Por suerte”, dice Delfino mientras su hija, Marta María, una zagala esbelta y algo tímida, lo abraza. Le encanta estudiar inglés y sueña con viajar a Estados Unidos.

Apenas tiene once años, así que mientras acompaña a su padre, uno de los líderes comunitarios de Morelia.
Compra unos refrescos en la tienda y se los lleva al grupo de voluntarios. El médico, Pablo Galindo, cuenta que las enfermedades más comunes son las infecciones gastrointestinales y respiratorias, además de irritaciones. No es la primera vez que va como voluntario y más cuando supo que solo llegaba un enfermero una vez a la semana “a poner vacunas”.

“Miren, mi hija tiene esto desde que cayó la ceniza”, dice Dalia mientras enseña los brazos y las piernas de su pequeña Greysi, una niña sonriente de 4 años a la que le encanta el rosa. La mayor, Marci, de 10, también lo tiene.

Mientras los otros voluntarios del grupo Salvando Vidas preparan alimentos, donaciones y ropa para los vecinos, Pablo las atiende. “Al final no es nada. Es por mala higiene. Estarán bien”.

Afuera los niños siguen jugando mientras los mayores del pueblo son conscientes de que volvieron a nacer cuando la erupción del volcán de Fuego decidió no seguir su camino. Siguen con miedo, pero ahora solo piden no seguir muriendo en el olvido.

Una crónica de ACAN-EFE.

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