En el fondo, la meta de Denny no era Estados Unidos. “Lo que quiero es una mejor vida, lejos de las inseguridades de mi país, con la oportunidad de tener un trabajo y vivir diferente. Ahí era mi destino”, dice este migrante hondureño recién instalado en México.
Aunque el sueño americano fue el combustible que llevó a miles de centroamericanos a salir en caravana para recorrer más de 4.000 km hasta la mexicana ciudad de Tijuana, para algunos el extremo cansancio y la decepción de no poder cruzar la frontera hacia Estados Unidos les ha hecho ajustar las brújulas y replantearse el rumbo.
“En el viaje se hacen las maletas”, reza un dicho hondureño que con frecuencia resuena en el albergue de los migrantes, donde familias con niños y ancianos viven hacinados y a la intemperie desde hace dos semanas, aguantando frío, lluvia, hambre y epidemias.
Desesperados y resignados, 2.250 migrantes decidieron establecerse en la fronteriza Tijuana y se inscribieron a una “feria del empleo” organizada expresamente para ellos, que además de ofrecerles trabajo les tramita visas humanitarias y acceso a la seguridad social.
Este proceso puede tardar varias semanas, y aunque se espera que muchos más se inscriban próximamente, hasta el momento solo 15 personas ya están trabajando, según cifras oficiales.
Denny Guevara: “Me irá bien”
Este hondureño de 26 años sonríe de oreja a oreja mientras acomoda cuidadosamente botellas de miel en los estantes de un supermercado de Tijuana.
En solo una semana se las ingenió para encontrar este empleo y regularizar sus papeles.
“Mi idea es estar aquí, creo que me irá bien”, dice bajo su impecable uniforme azul marino.
Este exempleado bancario, que renunció por “cuestiones de delincuencia” en su país, viajó solo con su hermano desde el empobrecido Honduras y aún no se acostumbra a la deslumbrante abundancia de los supermercados mexicanos.
“Es bastante nuevo, poco a poco hay que irse adaptando, gracias a Dios aquí le tienen paciencia a uno”, confiesa Denny, que solo piensa en traer a la esposa y tres hijos pequeños que dejó en su país.
Pero antes, debe solucionar necesidades más básicas que no puede cubrir viviendo en el albergue: “No hay dónde lavar ropa, hay que hacer grandes filas hasta para bañarse”.
Yansy López: “¡Ya la hice!”
Esta salvadoreña de 23 años empuja el cochecito con su bebé de grandes ojos negros mientras desespera en la fila para el desayuno del albergue. Cientos de personas están antes que ella y tiene prisa para llegar a una cita laboral.
“Me ofrecieron doce horas diarias como empacadora, de lunes a sábado, por 2.000 pesos semanales (98 dólares)”, dice entusiasmada, al explicar que ella realizaba este trabajo en una fábrica de San Salvador que produce ropa deportiva para una marca estadounidense.
Se fue cuando las maras (pandillas) descuartizaron a su hijastro y el terror la invadió.
“Allá me pagaban 100 dólares semanales más los bonos, porque yo era la más rápida y empacaba más que nadie. Pedían mínimo 12 prendas por minuto, si bajas la productividad te pagan menos”, recuerda, tratando de calmar el llanto de su hambriento bebé.
“Si me dan el trabajo de empacadora, ¡ya la hice!”, exclama sonriendo.
Edwin García: “Darse por vencido”
Este mecánico automotriz de 27 años no encontró oportunidades en Honduras, pero desde que llegó a Tijuana con la caravana migrante es el encargado de acomodar la fruta y verdura en simétricas pirámides en un supermercado.
“Nunca había tenido la oportunidad de tener un trabajo decente, con beneficios, donde te apoyan para salir adelante”, dice este delgadísimo hombre que dejó su país porque no tenía “ni para la leche” de su bebé.
El nuevo empleo “es como un sueño que estoy todavía viviendo y tratando de asimilarlo (…) Es muy bonito sentirse mezclado con la sociedad”, dice Edwin, aún traumatizado por el duro viaje hasta la frontera con Estados Unidos.
“Caminé muchos kilómetros y me quise dar por vencido en Ciudad de México. Yo dije ‘ya no puedo más’, me dijeron que para Tijuana faltaba más de lo que ya había caminado desde Honduras”, cuenta con la voz cortada por un llanto que no pudo disimular.
“Pero luego veía las fotos de mi hija y entonces lo intenté, y aquí estoy”.
Edwin no puede tomar el desayuno en el albergue porque cuando se sirve él ya debe estar en el trabajo. Tampoco alcanza a cenar porque cuando regresa está demasiado cansado para hacer la interminable fila.
“Me llena de alegría saber que ya con el paso de los días voy a poder cobrar mi primer pago, enviarle dinero a mi esposa para mi hija”, dice, secándose las lágrimas que asegura son “de felicidad”.