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Militar deja el ejército para convertirse en artista

En las filas del Ejército mexicano, Élfego Crescencio Vázquez destruyó miles de plantíos de drogas, pero hoy hace “magia”: da vida, color y textura al barro.

Hace años, Élfego participó como cartógrafo en operaciones contra plantíos del narcotráfico en los estados de Sinaloa, Chihuahua, Durango, Chiapas y Guerrero, pero regresó a sus orígenes y con el paso de los años llegó a estar nominado al Premio Nacional de Artes.

“La tierra es un elemento sagrado, la tierra genera los alimentos, da la vida y es una forma de trascender para mí”, afirma a Efe el artesano desde el municipio de Izúcar de Matamoros, en el central estado de Puebla.

Su incursión a la creación de arte no llegó hasta pasados los 30 años, después de formar parte de las Fuerzas Armadas mexicanas y estudiar arquitectura, pero asegura que el tiempo que tardó para llegar a donde actualmente está valió la pena.

“Si mis manos tocan el barro le doy forma, vida, color, textura”, dice en su guarida de El Barrio de Los Reyes, una vivienda rodeada por vegetación en cuyo centro dos hornos son el corazón de las piezas y el canto de las aves la inspiración.

Partiendo del tradicional Árbol de la Vida -una escultura de barro policromado que representa pasajes bíblicos como la historia de Adán y Eva-, Élfego se rebeló.

Le dio movimiento, aplicó la filosofía indígena y acabó creando el Árbol de Apoala, que hace referencia a una historia mixteca de creación de vida.

Fotografía editorial y fotoperiodismo. Sesión con el Gran Maestro de la Artesanía Mexicana Elfego Crescencio Vázquez Piedra. Alfarería y cerámica, Izúcar de Matamoros, Puebla.

En el Códice Vindobonensis o Códice Yuta Tnoho, un documento pictográfico elaborado en la época prehispánica por los mixtecos, descubrió, en uno de sus 52 escritos, un árbol con figura de mujer que representaba la fertilidad.

El ejemplar mostraba a una mujer con la cabeza enterrada. Su cabello eran las raíces, el tronco su cuerpo, las dos ramas eran las piernas y el tronco el vientre.

“La leyenda indígena cuenta que un hombre entró a la montaña. Encontró un arbol y tuvo relaciones con él, y a los nueve meses regresó y vió surgir a un hombrecito”, describe el artesano sobre esta historia que acabó plasmando en su arte.

Élfego, de 55 años, nació en una tierra donde amasar el barro es una tradición familiar.

Su primera incursión fue a los 13 para buscar dinero y comer, porque en una familia de nueve hermanos era difícil llenar la panza. “Sólo fue para la torta y para el refresco”, dice.

Entonces, un Árbol de la Vida salió de sus manos, y a la distancia sólo atina a recordar que en ese tiempo entendió que “echando a perder se aprende”.

Su sueño era ser piloto en la Fuerza Aerea mexicana y pasó los rigurosos examenes, aunque sus familiares tenían miedo de que muriera en sus tareas para este cuerpo.

Acabó como soldado raso, sobrevolando plantíos de marihuana y amapola, anotando las coordenadas y haciendo croquis para que las tropas de tierra ubicaran la zona y destruyeran la droga.

La Universidad Autónoma de Puebla fue su tercer casa. Allí estudió arquitectura, pero al concluir estuvo “dos años sin hacer nada”: “Toqué fondo, y dicen que la ociosidad es la madre de todos los vicios”, afirma.

En un libro encontró una frase que le marcó: “Cuando descubras lo que te gusta y lo hagas sin que te paguen, estarás descubriendo tu vocación”. Fue una luz en su vida.

Volvió a Izúcar de Matamoros, visitó talleres, analizó cada pieza elaborada por sus antepasados y por los artesanos locales, despedazó piezas, aprendió a conformar objetos huecos como una calabaza o cráneo, entendió el choque térmico y evitó que se torcieran. Finalmente, se encontró a sí mismo.

Hizo que la energía fluyera por sus manos, entendió que la tierra era un elemento sagrado y que su entorno influía para darle alma a sus piezas, tanto a Árboles de la Vida como a vasijas, rostros y personajes.

“Estas figuras son como una parte de mi vida, como si fueran mis hijos. Aquí están mis emociones, horas y días de mi trabajo, incluso está un pedazo de mi corazón, de mi amor”, asevera.

Hoy sus piezas han recorrido exposiciones de la Ciudad de México, Londres y los estados mexicanos de Puebla, Guanajuato, Nayarit, Guerrero y Nuevo León.

“A través del barro puedo hacer magia: entendí la cosmovisión de nuestros antepasados, aprendí a manipular la energía, elementos de nuestros ancestros sagrados y los que dan vida al universo”, relata, antes de perderse en la espesa vegetación.

Fuente: EFE Noticias

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