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Afición por el hachís
Afición por el hachís

La controvertida afición de los paquistaníes por el hachís

Entre las historias está la de un hombre de 50 años que tiene nueve hijos

Shamsul Qamar es un hombre profundamente devoto: reza cinco veces al día y acude a la mezquita siempre que puede. Pero también le gusta fumar hachís, mucho hachís.

Este padre de nueve hijos, de unos 50 años, calcula que casi un tercio de lo que gana conduciendo como chófer acaba destinado al hachís, aunque su religión se lo prohíba.

Su historia de amor con el cannabis comenzó con algunas pitadas a escondidas con sus amigos cuando era adolescente. Pero se transformó en una verdadera dependencia.

“Es una planta sagrada. Una intoxicación sagrada”, explica, fumando en su pipa, en su casa de Peshawar, una gran ciudad del noroeste de Pakistán. “Esta adicción es como una segunda esposa”, afirma sonriendo.

Contra la religión

Qamar reconoce que su pasión va contra los preceptos del islam. “Sabemos que está ‘haram’ (prohibido), pero es una adicción que no perjudica a nadie”, sostiene.

En Pakistán, un país muy conservador, el consumo de alcohol está estrictamente prohibido para los musulmanes. Una parte de la élite paquistaní bebe alcohol en privado.

La vida nocturna y los placeres tienen lugar dentro de las casas, a puerta cerrada.

Pero muchos paquistaníes se muestran abiertos al consumo de cannabis, cuyo fuerte olor suele percibirse en plena calle.

La variedad local favorita, negra y esponjosa, está fabricada a base de marihuana cultivada en las zonas tribales fronterizas con Afganistán, en el oeste del país. Hace que la comida sea más sabrosa y ayuda a dormir, alegan.

Planta ritual

El hachís se utiliza desde hace siglos en el subcontinente indio, del que forma parte Pakistán. Su consumo se remonta a antes de la llegada del islam. Hay referencias en el texto sagrado hindú Atharva Veda, que lo describe como una planta medicinal ritual.

Según un estudio de la ONU de 2013, el cannabis es la droga más consumida en Paksitán, con alrededor de 4 millones de adeptos, es decir, el 3,6% de la población.

No obstante, esta cifra debe tomarse con cautela, pues en ese país no abundan las estadísticas fiables. “Es una subestimación”, considera el médico Parveen Azam Khan, que preside la Fondation Dost Welfare, una ONG que trabaja con toxicómanos en Peshawar.

Sea cual sea el número de drogadictos, la lucha contra la adicción es difícil en Pakistán, donde escasean las clínicas especializadas y la atención médica está fuera del alcance de la mayor parte de la gente, según la ONU.

Los expertos en salud pública subrayan que la omnipresencia de esta droga barata en el noroeste de Pakistán representa una amenaza para los niños pobres, que suelen recurrir a ella para afrontar la dureza de sus vidas y olvidar los traumas de años de violencia en esta religión inestable.

“Es la droga predilecta de los niños”, explica Khan, apuntando la relación entre los movimientos insurgentes, a menudo financiados por la droga, y la dependencia del hachís.

Litros de té

Mohammad Tayyab Qureshi, imán de la principal mezquita de Peshawar, arremete contra la indulgencia de las fuerzas de seguridad, que fomenta -según él- la popularidad del cannabis.

“No hay ningún compromiso con el hachís”, lanza. Cualquier sustancia que altere los sentidos o perjudique el cuerpo está estrictamente prohibida por la religión, añade.

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